Considerado el primero en atacar a las vacas sagradas de Hollywood, coleccionistas de Oscars, y en denunciar sus procedimientos, el crítico estadounidense Manny Farber estableció muy tempranamente un campo de batalla teórico que oponía aquello que denominaba “arte termita”, un cine popular capaz de socavar todo a su paso, contra el “arte elefante blanco”. En sus propias palabras, el “arte elefante blanco” es esencialmente “el reino de la celebridad y la opulencia”, que según Farber no tiene otro fin que el de “reconciliar a esos dos viejos enemigos aparentes: el arte académico y el arte publicitario”.
Ganadora del León de Plata a la mejor dirección del Festival de Venecia de septiembre pasado y candidata a diez premios Oscar en la próxima ceremonia de la Academia de Hollywood, El brutalista es la clase de película que puede considerarse, sin temor a error, como “arte elefante blanco”. Con tres horas y 35 minutos de duración (más un intervalo de 15’), organizados en capítulos como una novela, el tercer largometraje como director del actor Brady Corbet aspira a convertirse en una obra cinematográfica total, capaz de dar cuenta de infinidad de temas significativos: la persecución racial, la diáspora judía, las grandes migraciones del siglo XX, los pilares ideológicos del capitalismo estadounidense y el eterno conflicto entre un creador y su mecenas. Sin embargo, el peso de su ambición termina sepultando a The Brutalist en un pozo de pompa y solemnidad equivalente a la opus magnum de hormigón armado con la que sueña su protagonista.