A más de dos siglos desde que el pueblo esclavizado de Haití liderara una revolución exitosa contra el ejército de Napoleón Bonaparte y se independizara de Francia, el país caribeño mantiene una convulsa situación estructural dominada por reclamos rivales a la presidencia, denuncias de un intento de golpe, corrupción, pobreza y proliferación de pandillas callejeras que controlan grandes franjas de Puerto Príncipe, su capital.
Haití padece de una ausencia de Poder Legislativo legítimo, lo que refuerza al poder ejecutivo, lo que implica que Jovenel Möise gobierne por decreto desde 2020, y con el beneplácito del Departamento de Estado y el Core Group, e incluso el grupo de países supuestamente “mediadores” en la crisis haitiana, que reúne al representante especial del Secretario General de la ONU, a los embajadores de Alemania, Brasil, Canadá, España, Estados Unidos y la Unión Europea, así como al representante especial de la OEA, la misma comunidad internacional entrecomillada que propicia golpes de estados en América Latina.
La crisis política haitiana, es una prueba temprana de política exterior para la administración Biden y sus colaboradores, pese a los llamamientos de organizaciones de Derechos Humanos que abogan por la dimisión de Möise.
De ser una nación autodeterminada con una producción agrícola pujante, Haití, no solo importa el 57% de sus alimentos, sino que está sujeta a la dominación de un negocio redondo entre instituciones financieras internacionales y una burguesía importadora con fuertes conexiones políticas que ha legado más miseria y hambre a su población, mientras las élites se encargan de preservar su status quo en la isla, que desde la caída de la dictadura Duvalier en 1986, lucha por superar siglos de autoritarismo, irrespeto a los Derechos Humanos, subdesarrollo y pobreza.
Un caldo de cultivo alimentado desde los años 90’s, con la privatización de los servicios públicos, y que progresivamente se ha empeorado con los embates de los huracanes y hasta el devastador terremoto de 2010 que causó 200.000 muertos y 1,2 millones de afectados, que dieron lugar a la ocupación por parte de tropas civiles (ONGs) y militares extranjeros (Minustah), derivando en violaciones, asesinatos, tráfico de personas, introducción del cólera y otros crímenes de lesa humanidad y de guerra.
Víctima del prejuicio y la ignorancia colectiva inyectada y bien planificada por la “naturalización imperial” de inmiscuirse en sus asuntos internos, les suena Estados Unidos, Haití, carga sobre sus espaldas, una compleja situación que atentan contra su estabilidad institucional y credibilidad de sus gobernantes, que ha derivado sobre todo desde la gestión de Möise, en la proliferación de pandillas y un bandidaje campante. Según datos oficiales, más de 76 pandillas operan en Haití y cerca de 500 mil armas circulan ilegalmente y los secuestros y robos son habituales en la capital haitiana.
A esta violencia, criminalización, condiciones laborales precarias, pobreza, endeudamiento leonino ante entes financieros depredadores como el Fondo Monetario Internacional y la promesa inconclusa de reconstrucción por desastres naturales, los hatianos tienen más de un año exigiendo en las calles la renuncia de Möise, pero éste no solo se niega a abandonar el poder, optando por dotar a los cuerpos de seguridad de los medios para combatir el bandidaje y la delincuencia, además de pedir apoyo técnico a la ONU, OEA e incluso la incipiente administración Biden, cargan sobre sí, el devenir de una nación convertida en un verdadero polvorín.