Para Francisco, la canonización de Pablo VI y el arzobispo Romero era una cuestión personal, ya que ambos, así lo ha reconocido, influyeron en él. Fueron figuras importantes, pero a la vez polémicas de la Iglesia. El primero, por su talante aperturista; y el salvadoreño, por su defensa de los desposeídos y los derechos humanos, lo que le costó, además de la incomprensión y los recelos del Vaticano, la vida.
El Pontífice se ha vestido para la ceremonia con una emotiva reliquia: el cinturón litúrgico ensangrentado que llevaba Oscar Arnulfo Romero en la misa en la que fue asesinado hace 38 años por un paramilitar, solo un día después de que exhortara al ejército a desobedecer las órdenes de represión.
Recordando su compromiso con los pobres, Francisco elevaba a los altares al arobispo, desatando el delirio de los salvadoreños presentes en la plaza. San Oscar Romero, el primer santo de Centroamérica, ya lo era para la mayoría de sus compatriotas, antes, incluso, de que lo mataran los escuadrones de la muerte.