Madrid (España), 22 mar (EFE).- Lo peor eran los bichos. Cuando volvía la luz, la pantalla del ordenador se inundaba de insectos de todo tamaño y color y escribíamos a ciegas, a toda prisa, sin saber cuánto duraría la conexión.
En los momentos de oscuridad, había ángeles en la centralita de Madrid que nos mantenían conectados durante horas para contar a los compañeros lo que estaba pasando y que ellos pudieran escribirlo.
La guerra de Kosovo fue, en realidad, un largo año de escaramuzas entre fuerzas serbias y la guerrilla albanokosovar en aquel territorio y 78 días de bombardeos de la OTAN contra Yugoslavia para frenar la represión serbia del independentismo kosovar.
La OTAN atacó objetivos en Kosovo pero también en las principales ciudades serbias y alguno en Montenegro: búnkeres subterráneos y bases militares, aeropuertos, fábricas, vías férreas, depósitos de combustible, puentes sobre el Danubio, sedes del Gobierno y del partido gobernante, la embajada china o la televisión pública RTS en Belgrado y, una y otra vez, la infraestructura eléctrica del país.
Sin ella, nada funcionaba. El agua no bombeaba, las cocinas no se podían encender, la población sufría un miedo visceral a la oscuridad magnificado por el estruendo de las bombas, el silbido aterrador de los misiles que la OTAN lanzaba desde buques en el mar Adriático.
Sin ella, con el sofocante calor que trajo esa primavera, había que dejar las ventanas abiertas y llegar a una casa llena también de bichos y algún murciélago -ese año no se pudo fumigar una ciudad cruzada por dos grandes ríos- y manejarse con una única linterna de cabeza, con el elástico entallado en la cintura.
Sin ella, muchas noches trabajábamos con la sola luz de las velas. Las pilas las reservábamos para la radio.
La Agencia EFE tuvo la exclusiva de la cobertura en español durante casi mes y medio, el tiempo en que Slobodan Milosevic vetó la entrada de enviados de prensa.
Esa primera noche del 24 de marzo de 1999, a los periodistas españoles nos hicieron un paseíllo de miradas hostiles mientras dejábamos la oficina para ir a casa. El secretario general de la OTAN, Javier Solana, había dado la orden de atacar y los vecinos se congregaron en el portal, buscando compañía.
Pero en pocos días, nuestros vecinos empezaron a preguntarnos en qué refugio pasábamos los bombardeos y a apreciar que, cuando estos ocurrían, seguíamos en el piso undécimo de Gospodar Jovánova 39 para contar lo que veíamos, lo que les estaba sucediendo a ellos.
Desde aquella oficina teníamos una vista panorámica de la ciudad y podíamos localizar los objetivos atacados mediante los puntos de destello o las llamaradas tras el estruendo.
Había que informar con cuidado de la censura de guerra impuesta, había que aprender a vivir y dormir pese a las desquiciantes alarmas antiaéreas y los bombazos, había que buscar el detergente, el tabaco ya picado, las casi imposibles pilas y multitud de bienes básicos en el mercado negro.
La gasolina desapareció e