A lo largo de la historia el hombre ha buscado incesantemente fuentes de energía para su provecho; desde la Prehistoria, cuando la humanidad descubrió el fuego para calentarse, alumbrarse y cocinar los alimentos, pasando por la Edad Media en la que se introdujeron molinos de viento para moler cereales, hasta la Edad Contemporánea en la que se ha llegado a obtener energía fisionando el átomo y producir los sofisticados combustibles que permiten la propulsión aeroespacial. Los combustibles fósiles protagonizaron las revoluciones industriales: desde la Primera Revolución Industrial el carbón con el que se alimentaron las calderas de las máquinas de vapor aplicadas inicialmente al bombeo del agua de las minas, luego al telar mecánico y sucesivamente a la práctica totalidad de los procesos industriales mecanizables y al transporte (ferrocarril, barco de vapor), así como a los procesos metalúrgicos (en siderurgia, los altos hornos) y químicos, y a la calefacción y cocinas domésticas; desde la Segunda Revolución Industrial, el petróleo y sus derivados aplicados tanto a la industria como al transporte (motor de combustión aplicado al automóvil y a la aviación). Siempre convivieron con aprovechamientos a menor escala de las energías tradicionales de la economía preindustrial: la eólica de la navegación a vela o los molinos de viento, la hidráulica de norias y molinos hidráulicos, y los aprovechamientos tradicionales de la biomasa, fundamentalmente la utilización de la madera y el carbón vegetal como combustible.