La imaginación del niño pasa en su desarrollo por varios períodos o etapas. El primero, que corresponde a la primera niñez, se caracteriza por la riqueza, exuberancia y concretismo de la fantasía. El juego, que en los dos o tres primeros años de la vida es esencialmente motor y sensorial, se complica después, convirtiéndose en un proceso imaginativo y físico a la vez. La actividad lúdica no encuentra su satisfacción sólo en el movimiento de los miembros, sino más bien en la reacción mental provocada por una sucesión de imágenes. Así, por ejemplo, en el juego de las muñecas, el interés no está solamente en las actividades físicas, sino principalmente en la ilusión que convierte en seres vivos a pedazos de trapo, de madera u otros materiales. En este primer período del desarrollo mental, la imaginación substituye en gran parte a la experiencia y al poder de reflexión. El niño, no sólo interpreta el mundo exterior con ayuda de su fantasía, sino que piensa por medio de imágenes y juzga y razona, no mediante conceptos lógicos, como el adulto, sino poniendo en relación imágenes, casi siempre individuales y concretas. Durante la segunda niñez, desde los seis hasta los diez doce años, la imaginación, sin dejar, de ser plástica, objetiva y sensorial, va tomando un carácter cada vez más simbólico y abstracto. El niño concreta su experiencia alrededor de imágenes que le sirven de símbolo y que, al final de la niñez, se convierten en conceptos lógicos. Sus juegos son cada vez más sociales, más complejos y caen cada vez más dentro de las de las exigencias de una cooperación reglada. La imaginación se pone al servicio de intereses concretos y precisos, y el raciocinio, aunque se mueve de preferencia en situaciones concretas y particulares, poco a poco se eleva, mediante el símbolo, al pensamiento abstracto del adulto.