Las personas, cuando mienten, lo hacen porque consideran necesario ofrecer una imagen diferente de la realidad, con la que no están conformes. La máscara que proporciona la mentira permite crear la imagen de nosotros mismos que queremos trasmitir. Sin embargo, esta máscara es inconsistente, ya que una mentira lleva a la creación de una larga cadena de ellas que permita sostener la certeza de la primera, lo cual produce miedo a perder la imagen falsa que se ha creado y supone una tensión continua para el mentiroso en cuestión, además de un importante desgaste de energías, ya que es necesario contar con una buena memoria para no contradecir las mentiras anteriores. Durante el proceso de mentir, se produce una carga cognitiva por la cual el cerebro humano activa mayor número de áreas que mientras decimos la verdad. A medida que se incrementa la actividad cerebral, aumenta el flujo sanguíneo en el cerebro, y por tanto, aumenta el oxígeno en sangre. Dada la complejidad de la conducta de mentir, en el cerebro no existe un único centro de la mentira, sino múltiples áreas implicadas que interactúan entre ellas. Cuando mentimos, en el cerebro se activan tres regiones diferentes, el lóbulo frontal, el lóbulo temporal y el lóbulo límbico, y lo hacen en mayor medida que cuando decimos la verdad. Mentir requiere un esfuerzo cerebral extra, ya que cuando lo hacemos se activan zonas del córtex frontal que desempeñan un papel en la atención y concentración, además de vigilar posibles errores y suprimir la verdad.