Sushil Koirala visitaba, coincidiendo con el primero de los tres días de luto oficial, algunos de los barrios de Katmandú más afectados por el seísmo. Cuatro días después de la catástrofe hablaba directamente con algunos de los heridos ingresados en el hospital militar Birendra.
Un gesto que llegaba tarde, muy tarde. Muchos nepalíes no podían ocultar su ira, su decepción por la incapacidad de su gobierno.
A menudo las tragedias se ceban con los más pobres que sin techo, sin aliento y casi sin comida resisten en campamentos improvisados. Una indignación con mayúsculas puesta de manifiesto contra la policía.
Sarura, su marido Laxmi y su bebé de cuatro meses no tienen ni una tienda: “Dormimos sobre las bolsas de plástico, con los sacos, y cubriéndonos con las mantas. El bebé duerme acostado nosotros nos quedamos sentados”, dice Sarura.
Los supervivientes, inasequibles al desaliento, se organizan como pueden.
“Ahora hay mucha gente sin casa y no hay ninguna ayuda de los partidos