En Europa existe una ciudadanía de segunda clase: tienen el rostro del trabajador migrante y del refugiado, van al Viejo Continente a buscar un futuro mejor para ellos y sus familias; huyen de la violencia y las crisis de los sistemas de Gobierno de sus países.
El viaje es casi imposible y lleno de peligros. Una vez que llegan a la ¨supuesta tierra prometida¨ empieza la labor con salarios inferiores al promedio; las jornadas sin fin de cuatro o cinco empleos para enviar remesas a sus seres queridos y comunidades. Y paralelamente a todo aquello, se suma la intolerancia, la xenofobia, el odio y el estereotipo.
La correlación entre casos de violencia y racismo es evidente en las principales capitales de la Eurozona. Desde España, hasta las costas italianas, el migrante enfrenta obstáculos de todo tipo. Su deshumanización por parte de sociedades de consumo dirigido, le convierten en ¨mano de obra¨; un ente a bajo costo de producción, sin dignidad, ni derechos.
A la vez, la doble retórica de los líderes europeos cede ante la presión de las ideologías de extrema derecha. Toda vez que la recesión arrasó con el sector laboral europeo y las medidas de austeridad son el pan de cada día, los discursos de políticos hambrientos de poder se han convertido en diatribas contra los inmigrantes ¿Y cuánto más si éstos son musulmanes?
Al parecer, hoy por hoy, seguir el Islam en Europa equivale a ser víctima potencial de la inquisición. Pobre de aquel cuyo color, acento o atuendo le delate: la sociedad y la historia están en su contra...es un hombre, una mujer, un niño, un anciano sin patria, un inmigrante sin nombre, un número anónimo para todo un continente.