Khao Takro (Tailandia), 21 octubre (CERES TV / EFE)
Muchos niños tailandeses vienen al mundo con algo más que un pan bajo el brazo, se traen los recuerdos de sus vidas pasadas, una creencia budista arraigada sobre todo en las zonas rurales.
Como todos los niños, Nopporn Jairaew nació inocente, al menos hasta que a los dos años de edad reveló a sus padres que en su existencia anterior murió de un disparo tras entrar a robar en la casa de un vecino.
Al principio, sus progenitores se resistieron a creer al niño, que insistía incluso en que en aquella vida se llamaba Teep, porque no querían enfrentarse al mal "karma", las retribuciones o castigos que cada uno recibe por las buenas y malas acciones.
"Para probar si Nopporn era la reencarnación de Teep, lo llevamos al médico. Entonces, descubrimos que tenía tres marcas en los mismos lugares donde el disparo había entrado y salido en la mandíbula y la cabeza", explicó a Efe su madre, Po Jairaew.
El pequeño, que no quiso contar quién había matado a Teep, visitó finalmente a sus padres de su anterior vida, unos ancianos con canas que vivían cerca y que lo recibieron como si fuera su propio hijo.
La historia de Nopporn, que ahora tiene 22 años, fue acogida con absoluta normalidad en Khao Takro, una pequeña aldea ubicada entre campos de arroz en provincia tailandesa de Nakhon Sawan, cerca de 250 kilómetros al norte de Bangkok.
En 2006, otro vecino llamado Monkhol Jaikaew falleció a causa de un rayo cuando realizaba sus labores en el campo y, en el funeral, sus familiares le hicieron una marca en la frente y el pecho para poder reconocerlo en caso de que renaciese.
Unos años más tarde, los padres del campesino fulminado por el rayo recibieron la visita de una madre con su hijo, Bom, quien aseguraba ser la versión renacida de Monkhol.
"Me paraba por la calle y me invitaba a comer y me preguntó por los perros que tenía antes de morir", relata a Efe sin ocultar su satisfacción Arun Jaikaew, el padre de Monkhol.
"Recordar las vidas pasada es algo normal", afirma el progenitor, sosteniendo el retrato de su vástago fallecido frente a su hogar, un humilde chamizo de madera con un pequeño huerto donde corretean los polluelos.
Arun y su esposa, actualmente enferma, se consideran afortunados por poder volver a ver a su hijo, aunque fuera renacido en un niño de seis años, los que tiene ahora Bom.
Según los lugareños, estos niños sólo rememoran sus vidas pasadas hasta los siete u ocho años por lo general y, después, van perdiendo los recuerdos hasta que los olvidan por completo.
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