Cuando en 1994 Ucrania firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear, una de las condiciones era la garantía rusa y estadounidense de su integridad territorial. Veinte años después, Kiev ha perdido Crimea.
Ahora lucha contra una insurrección separatista respaldada por Rusia en su frontera este. ¿Qué ha pasado en estas dos últimas décadas para que las cosas hayan llegado a este punto?
Desde su independencia en 1991 la relación entre Kiev y Washington ha sufrido altibajos.
Vivió buenos momentos a finales de los 90, tras la firma del Tratado de No Proliferación Nuclear, pero sufrió un gran revés con la llegada del presidente Leonid Kuchma. Sus restricciones y censuras a la prensa y las acusaciones de estar relacionado con el asesinato del periodista Georgiy Gongadze en el año 2000, congelaron las relaciones bilaterales.
El otro hito en las relaciones entre Washington y Kiev tuvo lugar en 2004, con la Revolución Naranja. El presidente estadounidense, George Bush, la vio como una oportunidad para alejar a Ucrania de la influencia rusa. La administración Bush, en ese momento, aseguró haber aportado millones de dólares para “un entrenamiento democrático”, para financiar varias ONG, algunas críticas con el Gobierno.
Sin embargo, los esfuerzos de Estados Unidos en 2008 para que Ucrania entrara en la OTAN fracasaron, debido principalmente a la oposición de Alemania y Francia, que no querían provocar a Rusia.
La política occidental de concesiones a Moscú aumentó bajo la presidencia de Barack Obama, que durante su primer mandato anunció que había presionado el botón de “reiniciar” respecto a su política hacia Rusia. Su objetivo era evitar lo que había denominado “una peligrosa desviación” en sus relaciones bilaterales.
Pero el presidente ruso, Vladimir Putin, aparentemente, tenía otro tipo de reinicio en mente: un rediseño del mapa europeo.